domingo, 25 de julio de 2021

El reino. Jo Nesbo.

 Es uno de esos libros que requieren de reflexión posterior para encontrar palabras a todos aquellos sentimientos que han despertado y han calado en lo más profundo de ti.

Estos últimos años, han sido los más inestables de mi vida, en especial este año, porque ha sido en este, cuando he logrado saber lo que no quiero en mi vida, y lo que supone un problema en esta, qué es lo que me impide avanzar o averiguar lo que realmente sí quiero. Como todo en mi vida, este libro me ha llegado en el momento preciso, porque creo identificarme con el protagonista, con el paisaje en pura soledad, con los cantos ahogados de los chorlitejos dorados escondidos en lo más profundo del bosque, con la pérdida año tras año de las aves migratorias que revelan lo que nadie es capaz de decir: uno no es más libre por tener alas puesto que siempre existe la necesidad de volver al hogar, de enfrentarte a tu pasado, a tu yo anterior, a tu enemigo conocido…

Personas como yo se ven ampliamente reflejadas en este último pensamiento, no estamos más cómodos en nuestra ciudad natal debido a que por azar o mala fortuna solo hemos podido encontrarnos fuera de ella. Nos hemos desarrollado alejados de nuestra área de confort o más bien hemos creado por fin una, un área solitaria donde sentirnos cómodos, dejando atrás los recuerdos.

Y al hilo de lo expuesto anteriormente se plantea siempre esta pregunta como conductora de la trama: ¿es el amor que se tiene a la familia algo que puede cegar? ¿el estar ciego te hace guiarte más por los sentimientos que por tus principios, o es acaso estos los que no existen?

La justicia que simboliza el imperio de la ley y sujeta la balanza y la espada de la justicia y el castigo, lleva los ojos vendados, igual que cupido. Suele interpretarse como que todos somos iguales ante la ley, que la justicia no toma partido, no tiene en cuenta la familia y el amor, solo la ley. Pero con la venda en los ojos no puedes ver ni la balanza ni dónde golpea tu espada. El ciego y el sabio solo ven lo que aman, lo de fuera no tiene ninguna importancia.

Es esta doble dualidad la que nos lleva a plantearnos que, lo que creemos justo cuando actuamos en nombre de nuestra manada, de nuestra familia, es solo un impulso que no se guía por nuestra moralidad, sino por puros sentimientos, muy alejados de lo que realmente pueda llegar a verse como justo.

Esa moral, la buscamos siempre como estrategia más cómoda para sobrevivir, la que se ajusta más o menos a las reglas del juego de la sociedad (lo pueda estar aceptado socialmente). Aunque muy en el fondo, nuestra única meta es la pura supervivencia y la perpetuación de nuestros genes por lo que trasgredimos esa moral para ponerla al servicio de nuestros intereses solo por ser fieles a nuestro grupo.

En ocasiones, nos respaldamos en esa moral solo para protegernos (a nosotros y los nuestros) o engañarnos creyendo que eso que hacemos es lo correcto, que aquello que decimos ser es lo que queremos nosotros, aunque esas actitudes a veces siquiera morales, que tomamos respaldando a los nuestros, interrumpen incluso nuestra propia libertad, nuestro desarrollo personal. Pero la meta es que la convivencia no se derrumbe porque si no el que acabas lleno de mierda eres tú, y quizá peor que antes. Pura supervivencia, auténtica contradicción en la que siendo la meta el ser egoístas requerimos del resto, siempre. A tal punto se llega que, ¿solo podemos amar lo que aman otros? ¿somos incapaces de tener deseos propios realmente solos? ¿o solo creemos querer algo que otros tantos desean por puro auto convencimiento? ¿siempre requerimos de alguien?

Y en eso se adentra el libro, no solo nos recuerda que asumimos roles definidos y aceptados socialmente (aunque los moldeamos para sobrevivir auntoengañándonos) sino que para conseguir algo que crees amar dependes o has dependido de alguien al que odias. Y especialmente, es horrible reconocer el problema cuando está en tu propio grupo porque es ahí cuando el dolor aplaca la vergüenza tan grande que supone el reconocer ser completamente impotente. Impotente, porque a veces, la única solución es hacer(te) desaparecer.

Todo ello, hasta que no termina se manifiesta mucho más cuando uno retrocede sobre sus propias pisadas, viendo que finalmente te has perdido al chocar con lo que siempre ha sido tu problema. Para resolverlo, a veces solo necesitas recordar que nada es lo suficientemente importante, pero uno tiene miedo porque siempre queda algo que perder.

Ruth L.Pinar



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